Amnistía Internacional, Intermón Oxfam y Greenpeace reflexionan sobre cuál es la verdadera crisis que afecta al planeta: la violación constante de numerosos derechos humanos.Desde hace unas semanas, los ciudadanos del mundo somos testigos de los esfuerzos de los Gobiernos del mundo para socorrer a las entidades financieras y salvarlas de una quiebra anunciada. Primero el gobierno estadounidense, y después los europeos, han puesto sobre la mesa decenas de miles de millones de dólares y de euros de los contribuyentes para ayudar a estas compañías en profunda crisis. Recientemente, los líderes mundiales se han reunido en Washington para unificar sus estrategias, y continuar actuando en socorro de los bancos y entidades financieras. A estas alturas es ya imposible cuantificar con exactitud cuanto dinero público se está destinando para paliar la crisis financiera global. Esta situación ha desviado la atención de otras crisis igualmente relevantes para la estabilidad mundial y que afectan directamente a las vidas de cientos de millones de personas: las crisis alimentaria, climática y de derechos humanos. La premura mostrada por los países ricos para atajar el derrumbe financiero contrasta enormemente con su lentitud y sus promesas incumplidas en materia de ayuda al desarrollo, lucha contra la pobreza, derechos humanos y cambio climático, las prioridades centrales para construir un mundo más justo. Todavía es pronto para prever con exactitud las dificultades que sufrirán los países más pobres como resultado de la crisis financiera y el consiguiente empeoramiento de la situación económica. Pero es evidente que la reducción de las exportaciones a los países desarrollados, la reducción de las remesas, el descenso de la inversión extranjera y la escasez de liquidez internacional, que afectará especialmente a los países con menos acceso al crédito encareciendo la financiación de su desarrollo, derivarán en menos crecimiento y riqueza para repartir y por tanto menos educación y salud para cientos de millones de personas. Para quienes viven en los países más pobres del mundo esta situación es literalmente una cuestión de vida o muerte. El aumento de precios de los alimentos, y las cada vez más frecuentes sequías, inundaciones y demás catástrofes meteorológicas derivadas del cambio climático, unidas al desmantelamiento de las redes de protección social promovidas por las instituciones financieras internacionales, están agravando las situaciones de pobreza y hambre. A finales de septiembre, cuando empezaron a salir a la luz pública las quiebras de Wall Street, en una cumbre de la ONU se supo que muy pocos gobiernos cumplirán los compromisos financieros necesarios para alcanzar las metas establecidas en los Objetivos de Desarrollo del Milenio para reducir la pobreza de aquí a 2015. En lo que se refiere a los derechos humanos, las previsiones no son buenas. No sólo los derechos económicos y sociales incluido el derecho a la vivienda, la salud y la educación son objeto de una presión cada vez mayor, sino que existe el peligro de que se perpetren más violaciones de derechos humanos. Si se produce una recesión económica prolongada y los países se aprietan el cinturón, las personas migrantes y refugiadas, y las personas que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad en todos los Estados se verán sumidas en situaciones insostenibles. Podrían aumentar las tensiones sociales, y el consiguiente nerviosismo de los gobiernos podría conducirlos a reprimir la disidencia y a imponer políticas de seguridad pública muy estrictas que restringirían las libertades civiles. La crisis actual podría debilitar aún más a Estados ya frágiles y sumirlos de nuevo en la inestabilidad y la violencia. En cuanto al cambio climático, también los compromisos comienzan a debilitarse. El liderazgo de la Unión Europea se tambalea, y los acuerdos para una reducción ambiciosa de emisiones podrían peligrar, condenando al mundo a un cambio climático irreversible y de consecuencias catastróficas que afectaría especialmente a las poblaciones más pobres y vulnerables. Peores cosas podrían suceder aún si los países ricos decidieran utilizar la crisis financiera como un pretexto para disminuir las ayudas y los intercambios comerciales. La historia no da pie para el optimismo. Durante la recesión registrada en 1972 y 1973, el gasto mundial destinado a ayudas disminuyó un 15 por ciento, hasta alcanzar sólo 28.800 millones de dólares. Entre 1990 y 1993, el gasto de los países donantes se redujo en un 25 por ciento durante cinco años, hasta llegar sólo a 46.000 millones de dólares, y hasta 2003 no se volvió a alcanzar el nivel de 1992. La ayuda humanitaria lo que nos gastamos para ayudar a las víctimas de conflictos y desastres naturales disminuyó también de forma muy sensible durante un periodo similar como consecuencia directa de la recesión registrada entre 1990 y 1993 (esta tendencia sólo se frenó durante los conflictos de Ruanda y Kosovo).